Atitalaquia.— En una improvisada tienda de campaña se asoma un par de ojos, es Fany, una de las niñas migrantes que acompaña a sus padres en busca de mejores horizontes, que esperan encontrar en Estados Unidos.
Afuera el frío cala hasta los huesos y Peter, su padre, intenta calmar el temblor que le invade en una fogata; otros niños corren entre las vías del tren, mientras que un grupo de adultos hace fila para recibir lo que será su primer plato de comida en tres días.
Bojay es una pequeña localidad del municipio de Atitalaquia, en Hidalgo; por aquí pasa La Bestia, el mítico tren que lleva a los migrantes al norte y significa para miles de personas la esperanza de un futuro mejor que no pueden tener en su país de origen, ya sea por la pobreza o la inseguridad.
A un costado de la vía está el albergue migrante El Samaritano.
Hidalgo es un estado expulsor de migrantes, ocupa el lugar número nueve a nivel nacional en cuanto a salida de mano de obra. Unos 427 mil hidalguenses trabajan en Estados Unidos.
En los últimos meses esta entidad se ha convertido en paso de miles de colombianos, peruanos y, principalmente, venezolanos.
La oleada de migrantes se observa, sobre todo, en la parte sur del estado. En los municipios de Tula, Atitalaquia, Atotonilco, Nopala y Tepetitlán cada vez es más constante el paso de ciudadanos extranjeros. Se les ve por las calles con mochila al hombro, ropa desgastada y sus hijos tomados de la mano.
Laleska y Peter son los padres de Fany y de otros cinco niños. Cuentan que hace seis meses salieron de Maracaibo, Venezuela, y desde entonces han atravesado Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y medio México.
En este tiempo han aprendido a sobrevivir entre el hambre, miedo, angustia y las enfermedades.
Explican que su viaje ha sido lento porque se han quedado a trabajar para sobrevivir y costear los gastos médicos de uno de sus hijos, quien sufre de piedras en los riñones.
Laleska señala que en Colombia le dijeron que el menor, de seis años, requiere operación, pero si no tienen dinero para una cobija, menos para una cirugía, dice la madre.
Llegaron el 4 de diciembre a Bojay, el jueves 7 pasó el tren y se llevó a más de 2 mil migrantes.
“Nosotros no nos subimos porque nos dijeron que no iba a parar acá, nos fuimos a la cementera, pero allá no se detuvo”, dice Laleska.
La Bestia pasa por esta zona una vez a la semana, y el jueves ya esperaban más de 2 mil migrantes, entre ellos Roxana Noguera, de 30 años, originaria de Miranda, Venezuela, desde donde inició el viaje a Estados Unidos con sus cuatro hijos.
En estos días tiene una preocupación y es que se acerca la Navidad y no quiere pasar esa fecha en las vías del tren, donde sus hijos sufren de hambre y frío.
“Yo lo único que quiero es que nos ayuden a llegar [a Estados Unidos], yo no me quiero quedar aquí”, dice. Asegura que allá la espera su esposo y tiene la esperanza de poder llegar con él antes del 24 de diciembre.
Arnold es de Ecuador y tiene 28 años de edad. Relata que su país está sitiado por grupos delictivos de Colombia y México que reclutan a los jóvenes y que las extorsiones están a la orden del día.
Cuenta que decidió emprender el viaje para saber cómo era la situación y que después su hermano menor, de 20 años, le siga.
Dice que lo más difícil que le ha tocado vivir fue su paso por la selva del Darién, en Panamá, que describe como “un lugar que parece el infierno” y donde vio morir a otros.
“Es bastante fuerte ver gente que pierde la vida cuando el río comienza a tener mucha fuerza y los arrastra. Ver muchos cadáveres mientras vas transitando, algunos del mismo pelotón en el que yo iba”, recuerda.
La hermana Luisa pertenece a la congregación de Los Sagrados Corazones, que tiene a su cargo el albergue El Samaritano, fundado hace 11 años y con capacidad para albergar y alimentar a 40 personas.
Indica que el lugar sobrevive de ayuda internacional, así como de la congregación y de personas solidarias que llevan comida o ropa.
Solían atender hasta 50 personas y en casos extraordinarios, a 100, pero ahora atienden al día hasta 300 personas, y si se quedan varados, hasta unos 2 mil. “A nosotros ya nos rebasó, ya no hay manera de atenderlos, y hay ocasiones en que tenemos que cerrar porque no podemos escoger quién sí puede entrar y quién no. ¿Cómo le dices a este niño sí o a este niño no?, expone.
La hermana Luisa comenta que la mayoría de los migrantes, sobre todos los menores, llegan enfermos, con desnutrición, alergias, problemas intestinales o de la piel, y así tienen que seguir su paso.
Mientras los adultos esperan por comida, los niños corren ajenos al drama que viven. Para ellos, este viaje es una aventura, una en la que muchos han perdido la vida.