Jacumba, EU.— La temperatura alcanza unos 30 grados cuando un migrante sale de su carpa improvisada con telas y cartones en el desierto de Jacumba, un pueblo sureño de California, en la frontera con México. Camina un par de pasos y un oficial de la Patrulla Fronteriza ya lo sigue con su arma; le pide regresar al sitio donde él y decenas de solicitantes de asilo son forzados a sobrevivir, en una zona agreste e inhóspita, sin comida ni agua.
Desde hace un par de meses, el gobierno de Estados Unidos obliga a los solicitantes de asilo a permanecer en campamentos abiertos en diferentes puntos de la frontera, en campo abierto, en tendidos con tela y material abandonado improvisados por los migrantes, sin atención básica para hacer frente a los climas extremos, como servicios médicos, alimentación adecuada y agua.
El 11 de octubre pasado, una mujer migrante originaria de Guinea murió en uno de estos sitios. Cruzó la frontera desde Tijuana y fue obligada a quedarse en un campamento, donde falleció. La Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) sólo confirmó el deceso y explicó que fue llevada al hospital, donde personal médico declaró su muerte.
“Somos humanos, ¿sabe?”, dice un migrante de origen ruso que apenas puede comunicarse con el poco inglés que conoce. “¿Usted no sabe cuánto tiempo vamos a pasar aquí?”, pregunta desesperado mientras mira el brazalete azul que oficiales de la Patrulla Fronteriza le colocaron en una de sus muñecas, hace más de 48 horas, cuando recién cruzó el muro desde Tecate.
Obligados por EU, solicitantes de asilo acampan en diferentes puntos de la frontera, en tendidos elaborados con material abandonado, sin ayuda para hacer frente al clima. Foto: Gabriela Martínez / El Universal
Al respecto, agentes de la Patrulla Fronteriza sólo comentan que hacen lo posible para agilizar los procesos de asilo.
La CBP reportó que en el año fiscal 2023 (que va desde octubre de 2022 hasta septiembre de 2023) fueron asegurados 2.04 millones de migrantes que cruzaron la frontera desde México. Esta cifra es uno de los récords históricos: la segunda más alta desde 1925, sólo después de 2022, con 2.2 millones de arrestos.
Jacqueline Arellano es activista y miembro de Border Kindness, una de las organizaciones civiles que lleva ayuda humanitaria a los tres campos abiertos que permanecen en el área de Jacumba, un pueblo enclavado en el oeste de Estados Unidos, sobre una carretera federal a más de 80 kilómetros del Pacífico, apenas con unos cuantos habitantes y donde las familias son conocidas por ayudar y también por hacer negocio con la migración.
En este sitio casi escondido están los campamentos llamados por los migrantes y voluntarios como Willow, Moon Camp y 177.
“Antes, aquí la gente escondía a los migrantes en sus patios o sus bodegas, les vendían agua y comida o hasta ropa para disfrazarse, todo tenía su costo, pero eso fue hace años cuando todo era diferente”, explica Jacqueline mientras organiza con otros voluntarios cientos de donativos que guardan en una casa convertida en búnker de operación, para preparar y distribuir alimentos.
Ella y otras organizaciones, como Al Otro Lado y el Comité de Amigos Estadounidenses en San Diego, ayudan con atención médica, alimentos, agua, cobijas y ropa a las familias que sobreviven en la intemperie, en climas de extremo calor en el día y vientos helados por la noche. Incluso llevan pañales para bebés que también son obligados a permanecer en los campamentos.
“Hacemos de todo porque no sabes lo que vas a encontrar… nos hemos preparado con 200 alimentos y no hay nadie, pero hemos llegado con 50 sándwiches y hay más de 300”, explica Jacqueline.
Los campamentos están a unos pasos del muro, en distintos puntos, a no más de uno o dos kilómetros de distancia entre ellos.
Es mediodía cuando un grupo de unos 20 migrantes de China brincan el muro de más de dos metros de altura y con púas colocadas en la parte más alta; todos lograron cruzar sin un rasguño. Cada uno pagó entre mil y mil 500 dólares por ser trasladados de Tijuana a Tecate, de ahí son transportados en camionetas a unos metros del muro, por lo general en la noche. El pago no garantiza el asilo.
Andrés es un joven colombiano que viajó con su novia. Ellos y otros cuatro migrantes sudamericanos durmieron sobre cartones y retazos de algodón a un lado de un arbusto, cruzaron hace más de 24 horas y esperan que oficiales de la Patrulla Fronteriza los trasladen a sus oficinas para iniciar su trámite de asilo. También esperan que una de las carpas improvisadas se desocupe para dormir bajo un techo, aunque sea de plástico o tela.
“El frío es lo más difícil. Creo que desde que se murió una señora ya nos traen agua, porque dicen que antes no. También nos dieron una barrita de galleta, pero cobijas y ropa no”, dice Andrés mientras abraza a su novia, sentada entre sus piernas.